Ámbar, la rebeldía de una chica trans en Quilicura

Se llamaba Cristóbal y fue su primer amor. Tenían solo cinco años. Lo seguía al baño y lo miraba risueña mientras jugaban. Soñaba con abrazarlo y darle besos. Pero Ámbar, que entonces era Diego, se cuestionaba en soledad: “¿Por qué me gusta un niño?”. No era normal sentir eso, si él tenía una mamá mujer y un papá hombre. “Quizás porque desde siempre me sentí una niña”, conjetura ahora, con 22 años, sentada en un café de Providencia.

Se acomoda su pelo castaño rojizo cada cierto rato. Un poco cuidándolo, un poco luciéndolo. Maquillaje impecable, pero sutil. En una fresca tarde de agosto lleva una polera corta y ajustada que deja el ombligo y los brazos al descubierto. Y no, no siente frío, siempre fue “como de sangre caliente”, dice, y se ríe, tan risueña como esa niña enamorada del kínder. Detiene la conversación y come un pedazo de pizza.

La acompaña Nicole Murillo, coordinadora de la Oficina de la Diversidad de la Municipalidad de Quilicura, comuna donde Ámbar ha vivido toda su vida. Explica que vino con ella porque necesitaba un “apoyo moral” para contar su historia, y porque a esta altura ya son amigas. Lleva un año y siete meses tomando hormonas y su vida ha cambiado completamente. “Estoy conociendo una felicidad que antes no conocí. Me siento completa”.

DIEGUI EL REBELDE

Ámbar siempre fue Diegui para todos, nunca Diego. Dibujaba su nombre con lápices rosados. Ya a los seis, siete años, posaba en las fotos imitando a sus tías y a sus ídolas, Shakira, Britney Spears, Thalía. Las encontraba estupendas y quería ser como ellas. Le gustaba ver Rebelde, esa telenovela mexicana donde las colegialas llevan botas de cuero, faldas cortísimas y mucho maquillaje. Sentirse atraída a todas esas cosas femeninas le provocaba, al mismo tiempo que placer, enorme frustración.

Entrar al colegio fue la confirmación de esta sensación de desacomodo. “Ya en primero básico me discriminaban, porque era muy femenina para mis cosas”. Le decían “el niño gay”, pero sus profesores la protegían y retaban a los compañeros que la molestaban. “Trataban de frenar el bullying, que no llegara más allá”, explica. A medida que iba creciendo con el mismo grupo de compañeros, las bromas fueron bajando, pero fue creciendo la incomodidad, la rabia y la rebeldía.

“A todo decía no, me portaba súper mal y tenía como cinco hojas de anotaciones negativas. Necesitaba como encontrarme”, cuenta Ámbar intentando buscar una explicación a su comportamiento. A veces, soñaba con irse a dormir y despertar siendo mujer. En otras ocasiones, casi como conformándose, el sueño era diferente: se despertaba y le gustaban las mujeres. A los 11 años, cuando estaba en sexto básico, dice que finalmente “lo aceptó”. “Me dije ya, soy gay”.

Al año siguiente la echaron del colegio.

Llegó en marzo a otro establecimiento, “el que me aceptó”. Ahí conoció a otros chicos gay y, dice, “se me soltaron las trenzas”. Estaba entrando en la adolescencia y la relación con su mamá comenzó a tensionarse. “Mi mamá sufrió bastante. No tanto porque yo fuera femenina, sino porque carreteaba mucho”. Ella le daba permiso para salir un día el fin de semana, pero Ámbar desaparecía viernes, sábado y hasta domingo. Bebía y fumaba en exceso. Mirando hacia atrás, piensa que la búsqueda se transformó en autodestrucción.

Aunque había besado a algunos niños antes, incluso tuvo algunas pololas, “a las que me daba asco darles besos”, fue en esa época cuando empezó a tener sus primeras relaciones con hombres. A los 14 tuvo un pololo y duró como un año, recuerda.

“Diego, ¿eres gay?”, le preguntaba cada cierto tiempo su mamá. “No, mamá”, respondía Ámbar una y otra vez. En su cabeza retumbaba un “dile, dile que eres gay”, pero tenía demasiado miedo como para pronunciar esas palabras. Incluso, habiendo aceptado su homosexualidad, y habiéndose dicho a sí misma que no le importaba lo que el resto opinara, si su familia la apoyaba o no, era una exposición para la que no estaba lista.

Hasta que un día, cuando tenía 15 años, su mamá le preguntó por última vez:

-Diego, ¿eres gay?
-Sí, mamá, soy gay.

Ámbar abandonó la casa de su mamá, donde vivía con sus dos hermanas, y se fue a vivir con abuela materna, Juana María. Mientras que en la casa de su mamá se travestía a escondidas –se ponía la ropa de su hermana mayor, los tacones de su mamá y una toalla en la cabeza, como pelo–, donde su abuela podía hacerlo sin ningún reproche. Ayudaba a su abuela a hacer el aseo y a cocinar vestida de mujer, incluso a veces salía a comprar o con amigos usando vestido, maquillada.

Cuando se había liberado todo lo que podía, vino un repliegue. Se preguntó si acaso debía intentar ser un “hombre”. “Si el destino me había mandado niño, sería tal vez por algo”, pensó. Al menos, tenía que probar cómo se sentía. Se dejó barba, empezó a ocupar ropa más suelta. No le gustó.

“No era lo mío, realmente no me salió, no me sentía yo”.

Repitió tercero medio tres veces, la última vez adrede, y terminó la enseñanza media en un 2×1, a los 18. Fueron tiempos complicados para Ámbar. Le costaba encontrar trabajo, piensa ella porque se veía muy femenina. Se topó entonces con unos videos de YouTube donde chicas trans mexicanas mostraban mes a mes su transición y el efecto que las hormonas tenían en sus cuerpos. Dice que recién ahí supo lo que era ser transgénero. “Yo no quería ser un hombre vestido de mujer y no sabía que podía tomar hormonas”.

Le tomó dos años asumir lo que quería hacer. Se preguntaba qué dirían sus papás, qué pasaba si se arrepentía. No quería ir a un sicólogo. Finalmente, se preguntó: “Ya, Diego, ¿tú qué quieres ser? ¿Quieres ser mujer o quieres ser un niño gay?”.

“Y opté por ser mujer”.

CERTIFICADO EN MANO

La mamá de Ámbar tuvo un sueño. “Hace un par de días soñé que te ibas a poner pechugas”, dijo el día que Ámbar le contó que era transgénero. Ella llevaba en sus manos un certificado que le había entregado la sicóloga, en la consejería que realizó. “Necesitaba un respaldo, que no pensaran que esto era una monería, algo temporal, como ser Pokémon”. Ámbar se puso a llorar. Le siguió su mamá. Después su hermana menor. Le dijeron que la iban a apoyar y entonces ella comenzó su tránsito.

Pidió hora con un endocrinólogo que le recomendaron, en un centro médico privado. “Porque en la salud pública estaría esperando un año para tener hora con él”, dice. Su papá, que vive en Calama, le ha pagado las consultas y los exámenes, aunque ella se paga las hormonas. Pese a que siempre la ha apoyado económicamente, le ha costado mucho aceptar la transición de Ámbar. “Me dijo que el culo era mío y que yo hacía lo que quería con él, que no se iba a meter en lo que yo quisiera ser”.

Ámbar volvió a la casa de su mamá, pero cada cierto tiempo visita a su abuela para celebrar el avance de su tratamiento y los cambios que va notando. Siente que ha cambiado bastante, pero sabe que aún le falta mucho. “Creo que recién a los dos años voy a ver cambios más drásticos”. A ratos se siente sensible, “como cuando las mujeres andan con la regla”, y se pone a llorar por “cosas tontas”.

Actualmente, Ámbar no trabaja. Dice que está “preocupándose de su bienestar”, después de mucho tiempo. No más autodestrucción. Está tramitando su cambio de nombre y sexo registral con una abogada de la Fundación Probono (no quiso esperar la Ley de Identidad de Género), y una vez que eso esté listo quiere estudiar algo relacionado con salud y cosmetología.

“Es difícil encontrar trabajo así. Imagínate que era difícil cuando yo era un ‘niño femenino’, pero ahora siendo trans, y con mi carné de hombre, peor aún”. Por eso, explica, cuando se titule quiere emprender, tener su propio centro de estética, un spa, “algo así”. Ser independiente, manejar sus horarios y no darle explicaciones a nadie.

En agosto hizo el peritaje sexológico y sicológico en el Servicio Médico Legal, después de cuatro meses de espera. Le da lata el trámite, pero sobre todo “tener que certificar poco menos que no estás cagada de la cabeza para que te puedan cambiar el sexo, cuando yo me siento una persona normal, con todas mis capacidades intactas”.

-¿Qué otros cambios quieres hacer?
-Me quiero poner pechugas y hacerme la rinoplastía. Y ya después darme un gustito, como ponerme trasero, algo así.
-¿Y una cirugía de transformación genital?
-Yo no me quiero hacer una cirugía de reasignación de sexo. Tener pene no me hace ni menos ni más mujer, la verdad. Me gusta ser como del tercer sexo. Pasar a ser normal, una mujer binaria, con vagina, qué fome. Me gusta ser así, ser más exótica, más llamativa.

Hay un tono de desafío en las palabras de Ámbar. Dice que sí, que se le nota a kilómetros que es trans y qué. No quiere “pasar piola”, le gusta que piensen que es mujer, pero también le gusta que sepan que era hombre. Muchas veces, esto le ha traído problemas. Ya casi no le gritan “gay” o “maricón”, pero ahora la acosan. “Me han seguido tipos masturbándose, me han ofrecido sexo muchas veces en la calle, una noche regresando a mi casa un tipo me agarró por detrás y me quería como violar”.

-¿Qué hiciste?
-Le pegué un combo. Quedó tan choqueado que me dejó y se fue.
-¿Tuviste miedo?
-Cero miedo. A mí si en la calle me gritan cosas, yo me devuelvo a encararlos. Que me lo digan a la cara. Y si me quieren pegar, que me peguen, me da lo mismo.

Muchas cosas han cambiado, pero Ámbar sigue siendo igual de rebelde que Diegui.

Publicada por La Tercera