¿Se ha preguntado cómo es aceptarse y vivir como una mujer trans?

Tengo 30 años, soy ingeniera civil, me gusta jugar fútbol y así fue mi transición.

Por: Andrea Quiroga*

Me di cuenta cuando tenía cinco años. Un día mi mamá estaba cargando en sus brazos a mi hermana, quien llevaba en esa ocasión un hermoso vestido. Yo, agarrada a la mano de mamá, pensaba en lo bonita que se veía mi hermana y en cómo se me vería ese vestido. Sin embargo, sabía que no podía vestirme así y nunca entendí por qué.

Ahí, en ese instante, supe que no me sentía cómoda con el rol que, según me habían dicho, tenía que desempeñar. Que no me sentía cómoda en el cuerpo en el que había nacido. Que esa nunca fui yo. Me llamo Andrea Quiroga. Tengo 30 años, soy ingeniera civil y así me acepté como mujer trans.

Durante mi infancia me gustó fantasear con mi cuerpo. Imaginaba que cambiaba, que yo era ‘intersexual’ y que los médicos habían cometido un error, incluso esperaba que mi físico se transformara por arte de magia o producto de un accidente.

Nunca me gustó jugar con muñecas. Disfrutaba mucho mis carritos. Pero siempre tuve claro qué quería ser. En más de una ocasión, y a escondidas de mi familia, me vestí con la ropa de mi mamá y de mi hermana para escuchar música, leer o pasar el rato. Era feliz haciéndolo.

Una vez, sin embargo, me descubrieron. Estaba jugando con mi hermana. Yo le había dicho que me iba a vestir de mujer, que era en juego. Ella no puso problema, así que empezamos a “jugar”. De repente, mi mamá apareció. Petrificada por lo que había visto, me regañó. Pero esa no fue la última vez que lo hice. En adelante, repetí la escena, una y otra vez, pero ahora con mucha más precaución.

Con el tiempo me di cuenta de que había más personas como yo. Las veía, si mal no recuerdo, en programas de televisión. Aparecían siempre representadas como caricaturas de hombres que vestían extravagantes atuendos de mujer, como prostitutas o como estilitas. Eso sí, siempre eran rechazadas. Yo no quería esa vida para mí. Y no porque yo crea que ser estilista o servidora sexual esté mal, sino porque yo tenía otros planes y sentía miedo de no poder ser funcional y mantenerme por mí misma, al menos como yo quería.

A ese temor se sumó mi orientación sexual. A mí me gustan las mujeres, así que en algún momento del proceso pensé que un cambio hormonal irrumpiría mi vida y me sentiría atraída por los hombres. Y lo creía así porque me resultaba imposible concebir que yo, como mujer trans, pudiera ser también lesbiana. Si yo quería ser mujer, pensaba en ese entonces, tendrían que gustarme los hombres. El cambio, quizá, no era necesario, además nunca me fue mal con las mujeres.

Las fantasías del cambio repentino no se disiparon hasta que llegué a la adolescencia, cuando entendí que si quería vivir como mujer, tenía que hacerlo por mis medios, pero tenía que hacerlo bien. Me di, entonces, una licencia. Enterré esos pensamientos y me prometí primero estudiar y terminar una carrera. Luego, una vez resuelto lo profesional, pensaría qué hacer. Por eso mi transición empezó tarde, porque tenía claro que, si primero me preparaba, tendría herramientas para trabajar en mi futuro.

Antes de iniciar la transición tuve varias relaciones amorosas importantes. Mi situación nunca fue un problema – al menos de manera superficial –, sobre todo porque yo procuraba mantenerla bajo control. Puedo asegurar que, hasta que no lo dije, nadie lo supo. Nadie, ni siquiera, llegó a sospecharlo alguna vez. Y aunque suena fácil, ese control lo pagué con creces. Cuando las ideas de ser mujer llegaban a mi cabeza de inmediato las bloqueaba. En ocasiones sí me permitía fantasear, pero solo “lo suficiente”. Al final siempre me reprimía. Así fue durante varios años, y eso me desgastó.

Andrea Quiroga, mujer trans y lesbiana
Andrea (izq.) se graduó de ingeniera civil y en la actualidad trabaja en una empresa que diseña edificios. Foto: Cortesía Andrea Quiroga

Para cuando entré a estudiar a la universidad seguía reprimiendo la idea de ser mujer. Esto, con el tiempo, afectó mi estado de ánimo. Mi rendimiento académico disminuyó e incluso cambié de carrera. Yo arranqué en la Universidad Nacional estudiando ingeniería industrial, en 2004, y más o menos en 2009, después de ocho semestres y haber cancelado varias materias, opté por la ingeniería civil.

Nunca relacioné esto con mi vehemente propósito de ocultarme. Siempre pensé que se trataba de secuelas de mis relaciones, pero estaba equivocada. El punto de quiebre llegó tras finalizar  una relación catastrófica. Cuando esta terminó, me di cuenta de que yo no me quería a mí misma y que eso había permitido que esa persona, mi exnovia, me hiciera daño.

Entré en depresión, así que decidí ir al psiquiatra. Él me medicó. Para ese entonces ya había ido a terapias con psicólogos, pero en las sesiones nunca comenté lo que verdaderamente provocaba todo esto. Siempre hablé de mis relaciones, que, consideraba, eran la génesis del problema.

El medicamento me mantenía tranquila. Mi vida, poco a poco, empezó a recobrar el sentido. Volví a frecuentar a mis amistades y retomé la responsabilidad con mis estudios. Había entendido que, si yo no me quería a mí misma, no iba para ningún lado. Pero esto nada tenía que ver con la transición, yo seguí reprimiendo mis ideas de ser mujer. Mis esfuerzos estaban encaminados a intentar encontrar quién era yo y a quererme más allá del género.

La oleada de pensamientos sobre mi irremediable identidad reapareció cuando tenía 28 años. Esta vez el detonante fue una discusión, por un tema de celos, con una exnovia. “Seguramente tú tienes Tinder”, me reclamó con enojo. La idea quedó sembrada en mi cabeza y, tiempo después, cuando la relación ya había llegado a su fin, probé ese medio.

Descargué Tinder en mi celular. En una de mis esporádicas búsquedas di con una mujer muy linda. “Mujer trans”, se leía en su perfil. “Oh-my-god”, pensé. Era de verdad muy bella. Asaltada por la curiosidad, revisé su cuenta de Instagram. Vi que llevaba una vida completamente normal: estudiaba, trabajaba, salía de rumba con sus amigos, salía con su mamá. Yo quedé impactada.

La búsqueda en Tinder había resultado más fructífera de lo que esperé. Me di cuenta de que llevaba años esperando ese momento. “Deje de ocultarlo. Usted es así”, me dije. Emocionada, empecé a buscar información y tomé la decisión de iniciar mi transición.

Días después, el 5 de noviembre, en mi cumpleaños, le conté a una amiga cercana. Estábamos tomando unos tragos y le solté mi historia. “Soy trans”, le dije. Era la primera vez que le contaba a alguien y, como lo supuse desde un inicio, ella lo tomó bien.

Con mi familia fue un poco más difícil. Les conté, invadida por la ansiedad, poco antes de graduarme de la universidad. Quise mostrarles que ese diploma, que da razón de mi enorme esfuerzo y es su motivo de orgullo, corresponde a quien soy yo. Mi transición no cambiaría en absoluto mis conocimientos en ingeniería.

Contarles fue agobiante, pero, para mi fortuna, mis padres y mis hermanas al final lo tomaron muy bien. No sé qué habría sido de mí si no hubiera resultado así. El apoyo familiar es trascendental. Conozco casos de personas trans que, desde muy jóvenes, perdieron ese apoyo y quedaron sueltas por ahí, sin herramientas para salir hacia adelante.

Uno a uno, durante año y medio, le fui contando a mis cercanos. Lo hice porque cuando eres trans sí o sí tienes que salir del closet. Lo quieras o no, los cambios serán cada vez más evidentes y el mundo terminara enterándose, entonces lo mejor, creía, era contarlo por mí misma.

Parece, incluso, que cuando eres trans sales del closet a diario y  nunca puedes permanecer allí porque los cambios físicos terminan delatándote. En mi caso es la voz. Cuando llego a un bar, por ejemplo, en cuanto me ven, me asumen mujer. “¿Qué quieres tomar, linda?”, me preguntan. Y en cuanto contesto, me responden: “¡Ah bueno! Con gusto, señor”. Me cambian el género. Y me pasa una y otra vez, aquí y allá.

Sin contar que, además, cada vez que decido contarle a alguien que soy una mujer trans, debo aclarar que no me gustan los hombres, pues la gran mayoría cree que las mujeres trans somos hombres gais que deciden transicionar para conseguir más hombres. Nada más lejano de la realidad.

Entre este entramado de angustias, sin embargo, un asunto me provocaba más miedo que permanecer soltera o perder a mi familia: no conseguir trabajo. Cuando decidí salir del closet, llevaba un buen tiempo trabajando, cerca de dos años, si mal no lo recuerdo. Yo soy ingeniera civil en una empresa que diseña edificios y sabía que los cambios físicos se harían cada vez más evidentes.

Mi primer cambio fue el cabello largo. Después vino la depilación láser en el rostro. El cambio más diciente, sin embargo, llegó con el tratamiento de hormonas, que inicié en mayo de 2017. Desde entonces, mis facciones han venido cambiando y mi piel la siento más suave. El vello corporal nace con menos frecuencia y la distribución de grasa en mi cuerpo cambió.

He perdido masa muscular en mis hombros y espalda y mis piernas ahora son más delgadas y estilizadas.

Y aunque mi transición iba en marcha y los cambios eran cada vez más notorios, me abstuve de hablar al respecto en mi trabajo. Sentía miedo de que me echaran.

Todo se complicó cuando empecé a sentir que yo misma me estaba discriminando. En ocasiones, sobre todo los fines de semana, cuando salía con mis amigos a bailar o a comer, por ejemplo, me vestía de mujer, pero en el trabajo era distinto. A la oficina iba vestida como hombre, aun con los cambios del tratamiento encima. Yo había decidido no contarle a mis compañeros porque presentía que me iban a discriminar, pero quien realmente me estaba rechazando era yo misma. Estaba negando mi identidad.

En junio de este año sentí necesario dar el paso y me animé a contarle a mi jefe. Nos dimos cita. Llegué muy temprano para asegurarme que nadie más estuviera presente. Finalmente le conté. “Así soy yo, ingeniero”, le dije. Él, de inmediato, confesó que nunca había notado nada y me aseguró que no tenía problema. Quedé muda. “Eso es muy común en estos días”, añadió. Impactada, le pedí un momento.

Salí de la oficina y le di una vuelta a la cuadra. No lo podía creer. Llamé a mi novia y le conté. Lloré. Compre un café y no me lo pude tomar. Sentí que debía regresar a su oficina para aclararle lo que pasaba conmigo. Después de todo no le había dicho qué era lo que tenía planeado hacer.

“Ingeniero, lo que pasa es que yo me voy a cambiar el nombre y también voy a empezar a cambiar mi manera de vestir”, le expliqué. Él, sin reparo, aceptó. “Hágale”, me respondió y yo, de inmediato, quise volver a llorar. Por años sentí miedo por ese momento. Lo había imaginado tantas veces y en mi cabeza siempre resultaba fatal. No podía creer que, en la primera oportunidad, había salido tan bien.

Ya modifiqué mi nombre y el componente de mi cédula. Esta semana, de hecho, me entregan mi nueva identificación. “Andrea Quiroga. Femenino”, se leerá, y así podré modificar el pase de conducción, el pasaporte, la visa y mis diplomas de estudios.

Este paso es necesario porque nos da seguridad y protección estatal a las personas trans. Si mi documentación confirma que soy mujer, contaré, al menos, con la certeza de sentirme segura en cualquier calle y establecimiento.

Pero este no es un proceso sencillo, sobre todo por su costo. La modificación del diploma de la universidad, por ejemplo, cuesta cerca de 400 mil pesos. Si yo no tuviera trabajo, ¿cómo lo pago? Y si no tengo diploma, ¿cómo consigo trabajo? Son circunstancias que, en general, debemos enfrentar las personas trans para vivir, para sobrevivir.

Andrea Quiroga, mujer trans y lesbiana
Andrea juega fútbol. Es portera y ha participado en campeonatos.Foto: Cortesía Andrea Quiroga

Así he ido superando los temores que suponían mi transición. Y si bien la transición nunca termina, es cierto que llegué a un punto que me ha permitido sentirme del otro lado. Hoy puedo decir, sin problema, que me siento bien conmigo misma.

Tengo novia. Llevamos año y medio. Éramos muy buenas amigas antes de que yo iniciara la transición. Fue, de hecho, una de las tantas personas a quienes les conté sobre mi proceso, solo que a ella, además, le confesé que me gustaba. Ante mi inesperada declaración, respondió que yo también le gustaba, pero que no sabía si sentiría lo mismo por mi nuevo yo.

“No me gustan las mujeres (no yet – no ahora, en español-)”, escribió. Fue difícil, pero ese ‘no yet’ me dio esperanzas. Hoy, después de decenas de conversaciones y un primer encuentro maravilloso, la relación va muy bien. Ella vive fuera del país y me visita con frecuencia.

Para mí, la transición fue llegar a ser quien soy yo, más allá de ser mujer. A veces me gusta ponerme ropa de hombre y complementar con una que otro detalle de mujer.

Otras veces prefiero no maquillarme y, por ahora, no tengo en mente ninguna intervención quirúrgica. Lo que yo buscaba con este proceso era mirarme al espejo y sentirme bien con lo que me arrojaba el reflejo. Y lo conseguí.

Es cierto que se enfrentan momentos difíciles, como cuando no sabes a qué baño debes entrar – si al de damas o al de caballeros – o cómo enfrentar las constantes negligencias del sistema de salud, pero con mi testimonio quiero mostrar que las personas trans podemos llevar vidas completamente normales, como cualquier otra persona.

Antes de transicionar, por ejemplo, yo jugaba fútbol. Y aún lo hago. Juego con mis amigos, soy portera y ellos no tienen problema con llamarme “Andrea”. Puedo decir que entré a jugar con un equipo de fútbol masculino que convertí en mixto. Y también lo hago en equipos femeninos. Hace poco, de hecho, mi universidad me dejó participar en un campeonato de fútbol femenino con mi documentación anterior.

Jugué con mujeres y contra mujeres y no recibí ofensa alguna por quien soy.

Hay decenas de mitos sobre lo que es ser mujer trans. La sociedad tiende a alimentar ideas equívocas sobre quiénes somos y se alejan de nosotras, pero nosotras, las personas trans, podemos ser perfectamente funcionales. Se los digo yo, que estoy inmersa en mundos tan machistas como el de la ingeniera civil y el del fútbol.

Los miedos y los prejuicios siempre fueron más grandes en mi cabeza. Siempre imaginé que todo esto resultaría fatal, pero no fue así. El peor rechazo que alguien puede sufrir es el que se siente por sí mismo.Y hoy, con absoluta certeza, puedo decir que me apropié de quien soy y superé ese rechazo.

Andrea Quiroga*
Este texto contó con la edición, construcción periodística e investigación de William Moreno Hernández, periodista de ELTIEMPO.COM.

Publicado por El Tiempo